Aniversarios Olvidados (II): discos que cumplen 15 años
Por 14 noviembre, 2014 19:100


El año pasado lo describimos así: «El quince es un número feo. ¿La “niña bonita”? No. El “número feo”. Al menos no tiene el carisma del 25 o la redondez del 20 o del 30» (ver el artículo completo). Ahora “copypasteamos” la frase porque nos reiteramos en ella, aunque en realidad nos cuesta encontrar alguna reedición especial por el 15º aniversario de algún disco importante. En el ámbito chill-out, el mítico José Padilla (papá del ambient ibicenco) sí se ha aventurado a relanzar Navigator por su 15 cumpleaños. A parte de eso, poco más. Lo cual nos da motivos de sobra para escribir estas líneas.
Reivindicamos cinco discos destacables en la historia reciente de la música popular que han cumplido años y que no han sido reeditados y/o reinterpretados en directo. Por supuesto, en el reportaje faltan algunos, como uno de los bombazos electrónicos que más fuertemente estalló en el mainstream mundial –Surrender de The Chemical Brothers-, la impactante coctelera de ritmos jungle, reggae y ska que ofreció el debut en solitario de Fermín Muguruza –Brigadistak Sound System– o la consolidación de uno de los mil grupos de noise-pop surgidos a mitad de los noventa en España –La Habitación Roja y su Largometraje-.
Todos habrían merecido unas líneas en este artículo, pero solo soplaremos las velas de los siguientes cinco hitos musicales.
Mi fracaso personal
A finales de los 90 algunas majors en España vieron el filón comercial de ciertas bandas nacidas de lo indie. Si primero fueron los grupos que cantaban en inglés e incluían sus melodías pegadizas en anuncios de televisión (Australian Blonde, Dover, Sexy Sadie), después llegaría la otra vertiente rentable de los sonidos alternativos: el piruleta-pop. El éxito de Los Fresones Rebeldes tuvo la culpa de que casas como RCA o Virgin le echaran el anzuelo a Nosoträsh y a Astrud para publicarles sus discos de debut. En el caso de Manolo Martínez y Genís Segarra, el fichaje por la multi les llegó en un momento de necesidad imperiosa, pues el ordenador donde guardaban todo el material de Mi fracaso personal se fue al garete justo cuando Acuarela Discos se disponía a publicarlo. Está claro que Virgin buscaba letras facilonas, melodías infantiles y estética naïf. La compañía quería tontipop, pero Astrud se lo dio en forma de caramelo relleno, de esos que parecen inofensivamente dulces, pero que acaban estallando en sabores inesperados. El regusto que deja es ácido, por su ironía y su mordacidad, pero el disco sabe generalmente amargo, pues toda la temática gira en torno a la idea del fracaso amoroso. La instrumentación escapa como puede del tecnopop simplón y, sin faltar las conexiones con el eurodance y el italodisco, apunta altísimo hacia un artpop de inclinación vanguardista y guiños folclóricos (años después, Astrud se asociaría al Col.lectiu Brossa para reinterpretar sus temas con violín, violonchelo y acordeón). Este cancionero de amor no consumado contiene historias de relaciones tormentosas (“Esto debería acabarse aquí”), de búsquedas frustradas (“Vamos al amor”) y de continuo déjà vu emocional (“No estaría mal no tener que saber qué es lo que va a pasar”), para terminar con el ultimátum conyugal de “Cambio de idea” («¿Y si cambio de idea sobre ti? / ¿Y si cambio de idea sobre lo nuestro?»). En total, son doce canciones que elevaron el pop español a la altura de hitos ochenteros como el Deseo carnal de Alaska y Dinarama. La pena es que Astrud aparecieron en los últimos noventa, cuando solo interesaban las canciones del verano y el (inminente) Operación Triunfo. De hecho, el único single por el que apostó ciegamente Chewaka (la división alternativa de Virgin) fue el cóver de “Bailando” (esa canción en castellano que exportaron los belgas Paradisio), pero ni con esas consiguieron que Astrud jugaran “en la otra liga”. Un fracaso comercial, pero un triunfo independiente.
69 Love Songs
Que no nos engañen más: Stephin Merritt es el verdadero rey del pop. Por supuesto que su traza se antoja contraria a la del pop-star establecido, pero esta vasta colección de composiciones mayúsculas es un golpe fortísimo sobre la mesa. Ahora bien, ¿qué pop? Si existen, al menos, dos (el comercial y el alternativo), The Magnetic Fields plantan cara a cada uno de ellos. Mientras unos venden millones de discos inflados de romanticismo barato, 69 Love Songs reinventa la canción de amor, la carga de ingenio y alude a la nostalgia para arañar nuestras almas con historias que, aunque ajenas, nos involucran en sus recuerdos agridulces. Además, cuando el indie-pop abrazaba (otra vez) la electrónica, Merritt se alejó de ella (sin abandonarla del todo) y volvió al redil electroacústico con vestigios de folk, country, gospel, jazz y músicas del mundo. Y es que 69 Love Songs se comporta como un prisma que refracta la luz en un espectro de colores: por un lado, refracta el amor en un espectro de emociones y, por otro, expande la propia canción romántica en una amplia gama de formas musicales que evocan a Johnny Cash, la Velvet Underground, Steve Earle, los Beach Boys, Nick Cave y hasta Abba. El primer CD muestra ese despliegue estilístico, mientras que el segundo parece centrado en lo más tradicional. El tercer CD torna hacia la experimentación, en el que la impronta digital del anterior álbum de Magnetic Fields se alterna con momentos de avant-garde y surf industrial. En la parte poética, en cambio, resulta absurdo buscar una trama común. No existe una continuidad entre las canciones: no es posible conciliar las sesenta y nueve historias y no se pueden contextualizar en otra cosa que no sea el mundo emocional de Stephin Merritt. Y en este mundo emocional impera el amor, un sentimiento tan universal que no necesita la altisonancia. Merritt lo plantea así y por ello se muestra modesto, vistiendo de sencillez una obra más meditada de lo que parece, con la que, si buscaba la esencia del sentimiento amoroso, acaba dando con el meollo de la canción pop: contar al natural las historias que sobrevienen. Y eso es el pop. Y esto, 69 Love Songs, una obra maestra.
Canciones de andar por casa
El viejo traje de Surfin’ Bichos aun encorsetaba las canciones de uno de los grupos nacidos tras su disolución. Joaquín Pascual, Carlos Cuevas y Jose Manuel Mora habían acoplado su pasado musical al noise que practicaban otras bandas más torpes en ejecución (Los Planetas, Penélope Trip) pero paradójicamente más frescas en resultados. Mercromina eran una rara avis de profesionalidad en un campo indie plantado de amateurismo. Sin embargo, sus canciones carentes de alma restaban puntos a los conseguidos desarrollos instrumentales. En verano de 1998 Joaquín replantea los senderos de Mercromina cuando compone en su casa de la playa las piezas que darían lugar a este disco. Junto a la costa alicantina, los nuevos temas nacieron luminosos, cálidos, sensuales y, sobre todo, con la autenticidad que se echaba en falta en sus dos anteriores trabajos. Cuando un verano después se encerraron en el estudio para vestir de música aquellas poesías desnudas, Mercromina claudicaron de los ideales space-rock, renunciaron a los eternos pasajes de ruido y ensancharon sus referentes hasta abarcar el pop mediterráneo y la bossanova. Eran los primeros tiempos de la madurez del indie (Una semana en el motor de un autobús había advertido el cambio un año antes) y esto también se refleja en Canciones de andar por casa, un trabajo ambicioso para el que se cuenta con la Orquesta Sinfónica de Albacete y el saxo de Nacho Mastretta. Aceptando Acrobacia (1995) y Hulahop (1997) como jalones en un camino por la investigación sonora, Canciones de andar por casa corona la cima de un proceso gracias al cual acabaron por definir su estilo y se descubrieron hacedores de grandes melodías pop. Y es que solo por “Evolution”, “Media vida entera” o “Vals de ballenas” este disco vale muchísimo.
Knock knock
Bill Callahan nunca ha marcado una línea separadora entre los trabajos firmados como Smog y los hechos bajo su nombre y apellido, por lo que a veces ha resultado confuso clasificar su discografía (si bien, esta asciende a 15 álbumes, dos primogénitos cassettes y un sinfín de singles y EPs). Knock Knock fue el séptimo disco de Callahan así como el cuarto y último supervisado tras el cristal por el productor Jim O’Rourke, al que se le había responsabilizado en parte de esa expansión sonora más allá del folk de baja fidelidad. O’Rourke toca el piano en un álbum en el que el sonido turbio y ofuscado de las primeras grabaciones se asea y endereza tomando un camino decidido. El anterior protagonismo de la guitarra acústica se desvanece en pro de la eléctrica, la sección de cuerdas, el mencionado piano y hasta un coro infantil (“Hit the ground running”), resultando un folk muy gustoso (y, a la postre, muy influyente) con picos de rock tradicional (“Held”, “No dancing”). Sobre este soporte sonoro, Bill espolvorea una lírica que, según él mismo, fue concebida desde una óptica regresiva con objeto de recuperar las penas y congojas de la época adolescente. Y es cierto que hay amores fallidos, madurez problemática, escapismo aliviador y hasta conversaciones con ardillas, pero lo más destacable de la poesía de Smog no es lo que cuenta sino cómo lo cuenta. Primero, creando un marco bucólico para situar las historias (aquí no se menciona ningún elemento reconocible en la vida de un urbanita), lo que se advierte desde el primer minuto con “Let’s move to the country”. Y segundo, manteniendo una leve sonrisa de complicidad que desbrava el halo melancólico sin desacreditar un ápice la crudeza de algunos relatos. En realidad Callagan escarba en los sentimientos universales del ser humano inspirándose probablemente en él mismo, pero “quitándose de en medio” y mostrándose como un analista de la tristeza en primera persona. Este paso inteligente en la manera de escribir canciones elevó a Smog a la categoría de letrista único y, con todos los méritos del mundo, aun hoy la mantiene.
Honestidad brutal
Mucho tenía que decir Calamaro luego de la disolución de Los Rodríguez en 1996, pues en cuanto se arrancó las cadenas del grupo madrileño, retomó hambriento su faceta de solista, la cual le había dado alegrías durante los años 80 en Argentina. La pluma de Andrés echó humo entre 1997 y 2000, en los que lanzó 3 trabajos tan colosales que no cupieron cada uno en un solo CD. Si Alta suciedad fue prorrogado con un disco de descartes (Las otras caras de la alta suciedad), las 37 canciones de Honestidad brutal se vieron repartidas en dos cedés. Y se antojan pocos si tenemos en cuenta que en el kilométrico proceso de composición y grabación se quedaron en el tintero más de cien piezas, que un año más tarde formarían parte del desmesurado El salmón (¡cinco discos!). Se acierta, pues, que el ejercicio fue verdaderamente de honestidad brutal, de sinceridad desbordante entre los últimos bolos de la gira de Alta suciedad y los meses posteriores entre América y Europa. Cuatro ciudades marcan la ruta catártica del músico: Buenos Aires, Nueva York, Miami y Madrid. Los larguísimos viajes, las noches en vela, su Argentina querida y su última novia en España abrasaron el alma de Calamaro hasta convertir en lava el dolor, que acabó erupcionando desde su pecho en forma de lúcidas composiciones. El amor atormentado protagoniza los momentos más aplaudidos (“El día mundial de la mujer”, “La parte de adelante”, “Los aviones”, “Paloma”, “Cuando te conocí”), todos ellos incluidos en un primer CD que deja hueco para la reflexionar sobre su país (“Clonazepán y circo”) y homenajear con una charanga circense a su amigo Maradona, que se suma a Miguel Abuelo (su antiguo compañero en Los Abuelos de la Banda) como únicas personas merecedoras de canción-dedicatoria. En el segundo CD, los temas se tornan más introspectivos, perdiendo el gancho del tremendo paquete de éxitos con el que empieza Honestidad brutal. Esto limitó la proyección comercial del disco, que ya de por sí contaba con la desventaja del incremento del precio por ser doble. Así las cosas, podría considerarse, en ventas, un disco menor que Alta suciedad. Pero en realidad supuso un definitivo paso al frente de Andrés Calamaro y una cota nunca igualada. Tenía toda la razón cuando dijo «la honestidad no es una virtud, es una obligación».