El concierto surge de una concurrida petición en Cooncert
La noche del 19 de noviembre se antojaba como un capricho, como un milagro, como algo inusitado. Sí, porque era la primera vez que ocurría: después de 10 años de existencia, se conseguía que Villagers pisara Madrid. Gracias a la petición de bastantes de sus seguidores en Cooncert, el proyecto de Conor O’Brien paraba por la península para presentar su último trabajo, The Art of Pretending to Swim (Domino, 2018). Pop que cabalga entre el folk y lo sintético, en el que realmente da igual el género al que suscribas su música. ¿Por qué? La radiografía de sentimientos y sensaciones que despliegan bien merece escapar a clasificaciones superficiales.
Por eso, la propuesta intimista de Fabrizio Cammarata era una acertada manera de empezar el concierto. Él solo, con su guitarra, fue descubriendo los resquicios de sensibilidad que sólo unos pocos son capaces de reflejar. Tanta sencillez de inicio puede resultar algo fría, pero todo es cuestión de dejarse llevar por su interpretación. Sutil, sin aspavientos… uno de esos casos que dejan claro que menos es más. Un intimismo que fue creciendo, y que llegó cotas altísimas con su versión de “La Llorona”: la Changó pareció hacerse más recogida.
La tournée por los sentimientos, ese destino exótico que a muchos nos cuesta conocer, continuó con Villagers. Acompañado por batería, bajo, teclados y sintetizadores, la atención se centraba en Conor O’Brien. Es curioso lo menudo que es y lo que crece en el escenario. Quizás porque parece un niño en sus reacciones: limpio, sin manipular, con una capacidad primigenia para sorprenderse. La expresividad de sus ojos claros expresan tanto como su voz.
Son detalles que acompañan a una voz clara, de dicción perfecta, que enternece con cada una de sus modulaciones. The Art of Pretending to Swim supone una evolución en su sonido, con una mayor presencia digital, pero está tan bien integrada que no chirría como tantas veces nos ocurre. “Everything I Am Is Yours” o “Memoir” no parecían ajenas a “Fool”, “Real Go-Getter”, “Ada” o “A Trick of the Light”. Hay una lógica, quizás porque la esencia está ahí: la voz de O’Brien abrazado a su guitarra clásica. Parece que no hace nada con lo menudo de su punteo, tanto que casi dirías que es parte de sí mismo: así de fácil lo hace. Tanto él como el resto de la banda. Todo se va fundiendo con él poco a poco: los teclados de Mali Llewelyn, la discreción del bajo de Danny Snow, Cormac Curran con la parte más digital, y los coros de Gwion Llewelyn, que se turnaba con la batería y la trompeta.
Y aunque su pelo entrecano te hace pensar que no es tan pequeño como parece, sus movimientos te vuelven a llevar a una especie de Arcadia infantil. Sus bailecitos, su gusto por acercarse al borde del escenario, hasta un salto que le hizo quedarse de rodillas. Suena cursi decirlo, pero Villagers es algo bonito de ver, de escuchar, de disfrutar. Tan bien hecho y cuidado que se agradece. Conor O’Brien es de esos personajes que te hacen sonreír con pensar en él.
Por una vez en la vida, el público se mantenía en silencio, expectante ante cada nota y detalle. Una sala prácticamente llena que probablemente le hacía sentir como en casa por la acogida que tuvo. “Es la primera vez que vengo a Madrid” decía sonriente, pero entre tanto aplauso y voces de elogio no creo que me equivoque al afirmar que es más que probable que vuelva. Esas simbiosis entre público y artista deben dar sentido a esos desnudos emocionales que se marcan gente como él.